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La filósofa Tamara Tenenbaum presentaba su libro El fin del amor en la entrevista que Javier del Pino le hacía en su programa semanal de radio el sábado pasado. Como a la vez estaba yo whatsapeando con una amiga, ¿sería correcto denominarlo así? que contactó conmigo a través del POF una semana antes, y a la que aún no conozco en persona, mi atención hacia la radio estaba disminuida, pues además estaba desayunando.

Pero pude escuchar como Tenenbaum explicaba que hoy día tu pareja te puede decir en cualquier momento que ya no le gustas, y acabar así la relación. Sin más explicaciones, sin más justificaciones. El amor se acaba, y esa es una razón incontestable, inapelable, que justifica que a partir de ese momento tú y yo separemos nuestros caminos. En una relación de amistad sería inconcebible un final así. Una discusión fuerte con un amigo nos puede alejar de él, pero nunca nos plantearíamos de la noche a la mañana, sin que haya pasado nada destacable, romper la relación, y justificarlo diciendo que la amistad se ha acabado. Lo mismo ocurre con las relaciones familiares, o laborales, que nos vinculan con los demás de manera sólida.

El fin del amor explora qué sucede cuando el matrimonio o la pareja monógama ya no son un objetivo vital, como lo fue para nuestros padres y abuelos. Un par de días antes de escuchar la entrevista radiofónica, un profesor nos decía en la clase del máster de mediación que curso, y en el que hablaba de los conflictos familiares, que somos monógamos secuenciales Es decir, que tenemos una pareja exclusivamente, pero con fecha de caducidad, llegada la cual nos emparejamos otra vez hasta que sobreviene la fecha de caducidad de esta nueva pareja, y así continuamente.

Me pregunto si este proceder nos ha sumido en un estado de inseguridad ante el cual varias reacciones son posibles. Por un lado, nos aferramos a una relación que sabemos impredecible, y nos esforzamos por poseer al otro, en un esfuerzo por darle una solidez a una relación que se nos escapa como la arena de entre los dedos. Ante esa situación apretamos las manos para asir al otro. Cuando decimos “mi pareja” el adjetivo posesivo es lo más relevante, pues trato de hacer al otro, y a todo lo que constituye su entorno, mío. Por otro lado, encontramos el esfuerzo complementario por desasirse de la presión que nuestra pareja ejerce para agarrarnos. La defensa de la autonomía a ultranza se constituye como el objetivo más preciado, y ese que la relación con el otro parece amenazar.

¿Puede ser entonces que esta monogamia secuencial, que está destinada a hacernos más libres, nos haga más esclavos en realidad? Una compañera de trabajo compartió una vez conmigo una idea que me pareció brillante. Había sido presa de un matrimonio de los de antes, es decir, para toda la vida. Creo que aún seguimos creyendo cuando nos casamos que lo hacemos “hasta que la muerte nos separe”. Al menos lo creemos la primera vez. Esta compañera me dijo que ella, precisamente por esa creencia soportó mucha infelicidad en su matrimonio. Si de algo no se arrepiente es de haberse divorciado. Y si de algo se arrepiente es de no haberlo hecho antes. Por eso me dijo que el matrimonio debería ser un contrato por un tiempo limitado, pongamos 5 años, transcurridos los cuales ambos deberían decidir si lo renuevan. Esta parece una decisión intermedia entre el “ya no me gustas” y el “para toda la vida”, y los legisladores harían bien en estudiar la adecuación del marco jurídico vigente a esta realidad sociológica.

Entre tanto vivo en vilo por si mi amiga del POF contestará hoy a mis whatsapps.