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Los psicólogos podemos ser un obstáculo para la resiliencia de nuestros pacientes sin darnos cuenta.

Una cliente que estaba sufriendo acoso laboral acudió a mi consulta con síntomas de ansiedad y bajo estado de ánimo. Y iniciamos terapia.  Recuerdo que le di para leer el libro de Iñaki Piñuel sobre mobbing, y ella se vio absolutamente reflejada. Estaba de baja y el solo pensamiento de que su médico de cabecera la pudiera volver a enviar a trabajar la atormentaba hasta el punto de provocarle un ataque de pánico, pues el lugar de trabajo se había convertido en un lugar absolutamente hostil. Cuando tenía que ir a su mutua de trabajo y demostrar que había impedimentos para volver a la oficina en la que trabajaba, se veía cuestionada por profesionales que ponían en tela de juicio sus síntomas, y que le preguntaban si no serían debidos a una incapacidad para adaptarse a un ambiente de trabajo demandante. A eso se le llama revictimización, y le suele pasar a las víctimas de maltrato psicológico, pues ante la ausencia de señales físicas la duda planea sobre ellas. Mala peça al teler, si tomamos en consideración que la propia víctima acostumbra haberse pasado años preguntandose si lo era, ante las afirmaciones del maltratador de que la trataba como se merecía.

La terapia se centró en que pudiera adaptarse a su situación de estar de baja, ya que era tan autoexigente que se sentía culpable por ello. Nunca había estado sin trabajar, y era tan inusual para ella tener tiempo libre que se cuestionaba una y otra vez si se lo merecía, lo que enlaza con las dudas sobre ser una víctima comentadas en el párrafo anterior. La terapia la ayudó hasta determinado punto. Pero entonces se produjo el hecho fundamental que la curó.

Su abogado le sugirió que iniciara una campaña pública de denuncia. Puesto que dos trabajadores más se encontraban en su situación, otra chica y un chico, podrían unirse para tener más fuerza. El chico se rajó, y quedaron ellas dos. Hicieron pancartas que decían que la empresa no pagaba a sus trabajadores y se plantaron un lunes a las 9.00 de la mañana en la puerta de entrada de la oficina de la inmobiliaria en cuestión. Hicieron octavillas que repartieron a la gente que pasaba. La televisión y radio locales no tardaron en difundir la noticia, un grupo político del municipio les hizo copias gratis de las octavillas cuando se les agotaron, las redes sociales empezaron a llenarse con la noticia. Mi cliente confiesa haberse sentido al borde de la parálisis las horas previas al inicio de la protesta, y no haber podido pegar ojo en toda la noche. No obstante, se decidió a plantarse junto a su compañera delante de la oficina con la pancarta y las octavillas. Al fin y al cabo el estrés experimentado las horas previas al inicio de su protesta pública no se distinguía apenas del que llevaba años sufriendo como consecuencia del maltrato laboral al que estaba siendo sometida. La diferencia era que el primero era consecuencia de una decisión suya para mejorar su vida, para denunciar  una injusticia a la que estaba siendo sometida, y difundirla a los cuatro vientos.

La reacción de su jefe no se hizo esperar. Montó en colera, y eso de por si ya era una batalla ganada, pues siempre las había tratado con desprecio y arrogancia. Transcurrieron los días y mi cliente y su compañera siguieron acudiendo a su cita diaria ante la oficina de su empleador para denunciar su situación.  Puesto que la reputación de esa oficina estaba poniéndose en tela de juicio, varias operaciones pendientes de cerrarse fueron abortadas como consecuencia de que la otra parte se echó para atrás. El chico que inicialmente había sido reacio a unirse a la protesta, lo acabó haciendo y reforzó la guardia frente a la oficina, que se mantuvo firme de lunes a viernes de 9 a 5 durante varias semanas. Las parejas, los padres y algún amigo íntimo se sumó para darle más fuerza, y se turnaban para no dejar en ningún momento de difundir su mensaje. Ahora el presionado era el jefe, y los síntomas de malestar cada vez eran más evidentes en él. Para mi cliente, la conciencia de fortaleza ante quien durante años la había ninguneado constituyó la mayor inyección de autoestima, y aunque posteriormente consiguieron que les pagaran hasta el último céntimo de lo que les debían, esa conciencia de poder fue la principal recompensa.

Y esa conciencia de poder solo se podía obtener por el medio mediante el que lo obtuvo, o sea, enfrentándose a quien se la había arrebatado abusando de la autoridad que como jefe tenía. Ejerciendo el poder del que ella no era consciente se curó como 1000 sesiones de terapia no habrían logrado. Fue precisamente consciente de ese poder personal mediante su ejercicio, mediante la puesta en práctica del mismo.  1000 sesiones de terapia centradas en hacerla consciente no habrían conseguido ni por asomo lo que esas semanas de reivindicación de sus derechos lograron. Y precisamente lo que quiero decir es que muchos malestares psicológicos son consecuencia de problemas de la vida, y es en la vida donde deben resolverse, no en la sala de terapia.

Cualquier profesional de la salud mental debería ser muy consciente de esta circunstancia. Los psicólogos podemos ser un obstáculo para la resiliencia de nuestros clientes si no lo somos. Esto es, si convertimos la terapia en un sustituto, o en una excusa para que no enfrenten las batallas que la vida les presenta.

Jose Fernández Aguado, Psicòlogo y Psicoterapeuta en Igualada