Nadie salva a nadie, pero nadie se salva solo (Paulo Freire)
“No nos educan en el amor”, me dijo ella, no mucho después de habernos conocido. Nos encontrábamos en la deliciosa tertulia de que he hecho referencia en el escrito anterior, al poco de haber llegado al pueblo del interior de España donde la conocí, tras un viaje de 500 Km con mi mujer y otra pareja de amigos, Juan y Teresa. Ella, Noelia, era la prima de Teresa, y ambas solían ir a desconectar al pueblo de sus padres. Lo hacían en vacaciones o en puentes largos. Matilde, que así es como se llama mi mujer, y yo nos habíamos agregado esta vez. Como no era una testigo de Jehová ni podía tener connotaciones sexuales, pues la decía en una charla de sobremesa en la que nos hallábamos presentes todos, me quede descolocado cuando escuche su frase. En realidad, me habría quedado descolocado igual aunque hubiera sido una testigo de Jehová o la frase hubiera tenido connotaciones sexuales. Pero el caso es que no era el caso. Y cuando te quedas descolocado lo primero que te invade es una gran sensación de incomodidad. Empiezas a mirarte a ti mismo. Empiezas a ser consciente de tus movimientos en la silla, a no saber qué hacer con las manos. Te vuelves, según Octavio Paz, adolescente otra vez, pues este sabio dice que la adolescencia se caracteriza por un mirarse a uno mismo constantemente, y que sólo se supera cuando dejas de hacerlo. Adivino que muchos estarán pensando que, según este criterio, la raza adolescente es mayoritaria en este planeta. No es objeto de este escrito adentrarme más por ahí, y vuelvo a mi incomodidad ante Noelia. Cuando me encuentro incómodo en alguna situación tengo dos opciones, o me relajo y me dejo llevar o me precipito y meto la pata. Cuál de ellas elija, aunque a veces me autoengaño diciéndome que no elijo yo, sino que es superior a mis fuerzas y me veo arrastrado a hacer lo que acabo haciendo, sobretodo cuando meto la pata; como decía, la opción que elijo tiene mucho que ver con la situación en que me encuentro. En esta ocasión concreta, la situación invitaba a dejarse llevar, tras haber llegado a nuevas tierras, donde el aire y los colores, como dice Teresa, son diferentes, y tras una comida que fue más que eso: un ágape, como dijo el filósofo Dionisio, que cocinó para nosotros productos de la tierra y lo regó todo con su conversación. ¡¡No todos los días cocina para ti un filósofo!! Pero eso había sucedido durante la comida, y a estas alturas de la sobremesa el filósofo echaba la siesta y su hija Noelia ejercía de digna anfitriona, descolocándome y obligándome a dejarme llevar, y a salir del refugio de mi mismo escuchando más, atendiendo más, atreviéndome a hablar más desde lo que pienso y desde lo que deseo.
Y es cuando nos descoloca algo que tenemos la oportunidad de volvernos a colocar, pero en una posición mejor, que supera a la anterior que ya nos estaba momificando y dejando rígidos. Todo eso sucedía en mi interior, y los proyectos de la treintañera que en la sobremesa explicaba qué pretendía hacer con su vida en los próximos años, y que tenían como base educar en el amor, eran la causa.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa