Un hijo marca tanto la vida de un padre que muchos jóvenes de hoy día se plantean no serlo. Escuchaba hoy en la radio que en 5 años se prevé que las escuelas en Francia pierdan 500.000 alumnos. Creo que en nuestro país las perspectivas deben ser muy similares. La edad a la que las parejas se han planteado ser padres se ha ido retrasando a lo largo de los últimos años, hasta llegar un punto que lo que se cuestionan las parejas es si van a ser padres o no, y ya no tan solo si retrasan la edad a la que lo serán.
Claro, si un hijo marca tanto la vida de un padre, es licito preguntarse si uno quiere serlo. Esta es una pregunta reciente en la historia de la humanidad, pues hasta hace nada era incuestionable que una pareja debía tener hijos, hasta el punto de que las que no los podían tener por cuestiones biológicas sufrían lo indecible y intentaban por todos los medios cubrir su rol de padres mediante diferentes medios, como la adopción. Esto ha cambiado.
Los motivos detrás del cambio podrían llenar páginas y páginas, pero no me ocuparé ahora de ello. Me quiero centrar en los que sí deciden ser padres, y en todos los retos que ello supone, el último de los cuales es cuando llega el momento en que los padres se emancipan de los hijos.
Educar a un hijo es educarse a uno mismo
Educar a un hijo supone educarse a uno primero. Un hijo es la excusa perfecta para ser el modelo de aquello que quieres que sea tu hijo. De hecho no hay otro camino para educar que ser tú mismo aquello que quieres que sea tu hijo.
¡Cuántos padres han crecido en el proceso de ayudar a crecer a sus hijos! El “haz lo que te digo y no lo que yo hago” no funciona y empobrece.
Una de las cosas que más me maravillan de la educación es que se rige por la ley del cambio. Cuando por fin aprendes a lidiar algún asunto con tus hijos, ese aprendizaje ya se ha quedado obsoleto, porque tu hijo ya no es el que era y tienes que aprender de nuevo. Así que tus hijos no solo te obligan a aprender, sino a hacerlo rápido, y a ser capaz de desechar los viejos aprendizajes para sustituirlos por otros, que a su vez quedarán desfasados en breve.
Alguien podría decir que esto es extensible a cómo se debe vivir la vida, y que no se circunscribe a la educación en particular.
Cuando los hijos se van de casa
Pero de lo que quería hablar en este artículo, tras esta introducción, es de lo que pasa cuando tu hijo se va de casa. Esto supone la otra cara de la moneda de la decisión de ser padre. De esa decisión que marca tu vida, y que de un día para otro llega a su fin, por decisión del hijo, además.
Uno nunca deja de ser padre, pero el ejercicio militante de la paternidad llega a su fin el día que el hijo se va de casa, deja de venir a comer cada día y adquiere su independencia financiera. En definitiva, cuando el hijo se emancipa.
La necesidad de emancipación mutua
Un hijo no se puede emancipar del padre si este, a su vez, no se emancipa del hijo. La idea de que un padre se emancipe del hijo puede resultar contraintuitiva, pero es muy real.
Emanciparse de un hijo significa la capacidad de vivir la propia vida de forma plena cuando los hijos ya no copan tu vida. Esto requiere la habilidad del padre de emanciparse de su hijo, idea que repito porque apenas se pone el foco en ella, pero que nos encontramos continuamente los terapeutas en la sala de terapia en conflictos de individuación, léase consecución de la autonomía, por parte de los hijos.
En tales conflictos los padres suelen repetir, a veces hasta la saciedad, que desean que sus hijos sean responsables. Poco se dan cuenta de que esa falta de responsabilidad de los hijos tiene que ver con la propia conducta a lo largo de años, y en especial con la dificultad para mantener la distancia adecuada con sus hijos. A veces muy poca, como cuando se contesta por el hijo a una pregunta que iba dirigida a él (esto suele ocurrir en terapia familiar con todos los integrantes de una familia presentes). A veces mucha, como cuando no se supervisa la abultada cuenta bancaria del hijo de vez en cuando porque se tiene confianza en él. Una confianza ciega que suele llevar dónde la mayoría de las confianzas ciegas suelen llevar.
Cuando los padres no se emancipan de sus hijos bloquean la capacidad de estos para emanciparse de sus padres. Padres e hijos quedan atrapados entonces en modos de relacionarse en los que todos se envilecen como consecuencia de la frustración.
Superar la fase del nido vacío
Emanciparse de un hijo no es fácil. Si lo fuera muchas familias empantanadas en esa fase no lo estarían, porque el sufrimiento es mucho. Emanciparse de un hijo es superar la fase del nido vacío, para volver a llenar ese enorme espacio que deja tras de si la partida de un hijo.
Supone establecer nuevas ilusiones y objetivos, o retomar los que se dejaron de lado hace muchos años, supone reequilibrar la relación con la pareja, pues ahora ya somos principalmente eso, más que padres, supone reestructurar horarios. Supone adaptarse a una nueva vida.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa