Es curiosa la capacidad que tenemos las personas para estar en un sitio y a la vez no estar. Pondré un ejemplo para explicarme. He visto en varías ocasiones a mujeres convencidas, tras muchos años de relación, de que querían separarse de sus maridos. Se habían sentido maltratadas durante mucho tiempo, humilladas por ellos en innumerables ocasiones, habían sido objeto de comentarios menospreciativos que se repetían con normalidad, y que habían acabado hundiéndolas. Pero un día reaccionaron y decidieron romper ese círculo vicioso en el que se hallaban sumidas. Se dieron cuenta de que ellas no eran culpables de su desesperación, que no eran inútiles, y que si estaban mal no era por su culpa, sino por la de sus parejas, que las machacaban y utilizaban como cubo de la basura al que arrojar todas las frustraciones que había en sus propias vidas. Cuando algunas de esas mujeres, porque muchas otras aún están en el fondo del pozo, tomaron la decisión de romper con sus maridos, y así se lo comunicaron, a éstos se les cayó el mundo encima. Ellos se sorprendieron, porque lo último que pensaban es que sus mujeres estuvieran mal. Ellos las veían bien. En realidad no veían nada de lo que ocurría, y es a este fenómeno al que le quiero dedicar este escrito.
Podemos estar años al lado de alguien y no verlo. La costumbre amortigua la sensibilidad, dice Proust, y muchos de los maridos a los que hago referencia en el párrafo anterior se sintieron profundamente culpables cuando finalmente, y tras muchos años, vieron a sus mujeres. Estos maridos no eran ogros venidos de Marte, aunque lo podía parecer a primera vista, si no personas insensibilizadas por el más terrible deshumanizador que se haya inventado: la costumbre. La costumbre y la ceguera son primas hermanas, y por eso trabajan juntas. La primera suele prepararle el terreno a la segunda. Juntas consiguen mantener desigualdades y abusos durante años y años sin esfuerzo no solo entre parejas, sino entre pueblos y naciones enteras. Pero no nos desviemos de las parejas. La costumbre provoca ceguera, pero no una ceguera total. Se trata en este caso de una ceguera en que los ojos ven, pero la mente se halla ocupada en otra cosa. Y es que para ver no basta con utilizar los ojos, y aunque estos funcionen perfectamente podemos estar no viendo.
Es por eso que el marido se siente terriblemente sorprendido cuando su mujer le dice que se va porque no está bien con él. Se siente tan sorprendido porque aunque sus ojos la veían, él estaba en otra cosa. Pero cuando su mujer le dice que se va, entonces ve de repente. Y ve no porque ella le diga que está mal debido a como él la trata, ya que eso ya se lo ha dicho antes muchas veces. Ve porque el golpe de la amenaza de perderla lo saca del letargo de la costumbre. Entonces reacciona; entonces vuelve a ver no sólo con los ojos. En realidad nunca dejo de ver, pero lo que ocurre es que estaba en otra cosa.
Para devolverles su humanidad a esos hombres y lograr que vuelvan a estar con sus mujeres cuando están con ellas, puede bastar con extraerlos de ese narcotizante poderoso que se llama costumbre.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa