Todo problema mental o dificultad psicológica se puede entender como un ataque a la libertad de la persona, como un obstáculo que amenaza su posibilidad de convertirse en aquello que puede llegar a ser. (M. Villegas)
Leyendo un artículo de Joan Ollé publicado en el periódico en el verano de 2008, y cuyo ejemplar quedó en un arcón de nuestra caravana, allá en Ribera de Cardós, junto a otros objetos como la escoba para limpiar el avancé, la maza para fijar sus piquetas en el suelo y el carbón que sobró en antiguas barbacoas compartidas con amigos (quien sabe si antiguos ya también) me deleito con la distinción que hace el autor, al que admiro profundamente desde que lo descubrí en las encíclicas radiofónicas del Café de la R-Pública, y trato siempre de seguir y leer desde entonces; me deleito, como decía, con la distinción que hace en tal artículo entre lujo y elegancia.
La etimología de la palabra lujo está emparentada con la de la palabra lujuria. Es la desmesura lo común a ambos conceptos. La ostentación que asume que, más y más caro, es mejor.
Por el contrario, sigue Joan Ollé, la palabra elegancia está emparentada etimológicamente con legere(leer) y eligere(elegir). Todo lo que yo pueda decir ahora, ante la fuerza con la que la etimología nos sugiere y nos sugestiona, está de más. Pero como llevado por el prejuicio considero que este artículo aún es corto, voy a seguir un poco más, aún a riesgo de estropearlo.
Por tanto, la elegancia tiene que ver con legere, o con la cultura (la etimología de la palabra cultura, a la que también he accedido por Ollé, se merece un artículo ella sola), y ambas, la elegancia y la cultura, tienen que ver con eligere, es decir con la libertad. Así, la etimología, ese lugar en el que la sabiduría de los siglos se ha sedimentado de la forma más democrática y participada jamás conseguida*, nos dice que no hay libertad sin cultura. Fernando Savater expresa lo mismo cuando dice que no hay elección auténtica cuando no hay información verídica y relevante que la permita.
Y ahora quiero pedir al lector que vuelva a reparar en el párrafo de introducción de este artículo, en el que cito a otro erudito latinista al que tuve la suerte de encontrarme en mi primera clase de mi primer día en la universidad, cuando aún un poco asustado, o quizás más que un poco, entré en su aula tarde y sin saber muy bien si me equivocaba de clase. No lo hice, y 25 años después recuerdo aquella lección, de la cual me perdí un trozo, como la más importante de todo mi periplo universitario, quizás la que le dio sentido a todo lo que vino después.
Así, podría muy bien ser que la elegancia máxima no tuviera que ver únicamente con la ropa que te pones o te dejas de poner, con los sitios a los que decides ir o no ir, con la forma de decorar tu casa, si la tienes. Pudiera ser que estuviera también en la facultad de elegir a cada momento qué haces con la hora que tienes por delante, con el día que se erige ante ti ofreciéndote múltiples caminos. Estaría la elegancia en la lucha por mantener a la vista y desbrozados esa multiplicidad de caminos a elegir, sin quedar obcecado sólo en uno o un par de ellos. La elegancia estaría, entonces, en la elección del foco al que le vas a dedicar tu atención, y en la elección del foco del que la vas a retirar, sobretodo del primero, porque pocas veces está en nuestra mano elegir a qué NO le vamos a dedicar nuestra atención.
*pues no hay nadie, ni siquiera los mudos, que no puedan utilizar la lengua hablada, participando del, y creando, el sentido que se le da a cada palabra
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa