Bueno, debo decir que uno de mis grandes amigos, de las personas a las que más cercano me siento, y que vive en el Reino Unido, estuvo en Barcelona toda la semana pasada. Vino por trabajo, y me llamó el día antes a su llegada para avisarme de la misma, al paso que me recalcó que iba a estar muy ocupado, ya que este viaje, a diferencia de sus visitas anteriores, no era de placer. Capté su mensaje y me puse a su disposición para encontrarnos cuando él tuviera algún momento libre. Pensé en que ese encuentro sería inevitable, de todos modos, pues su poca disponibilidad de tiempo se complementaría bien con la mucha mía, pues en esos momentos mis obligaciones inaplazables, como se entenderá un poco más adelante, eran pocas. Después de dos años sin vernos, ¿qué menos se puede esperar de dos amigos que se precien? , ¿Cómo no íbamos a poder encontrar un momento, o dos, para poder charlar tranquilamente? Pero me equivocaba, pues algo nos había distanciado en estos dos años. Y esa distancia se nos apareció cruda, y creo que no la supimos salvar.
Hacía dos años, los dos nos estábamos abriendo paso en nuestras carreras profesionales, que se nos aparecían como extremadamente prometedoras por delante. Teníamos energía y fe en nosotros para seguir adelante, y el apoyo de nuestras esposas. Entonces, después de una semana de vacaciones compartida, él y su familia se volvieron a sus islas, y yo y la mía nos quedamos en nuestra península, y por tener tan poco tiempo para dar a la amistad, quizás porque mi trabajo se llevaba lo mejor de mí, y los demás sólo recibían las migajas restantes, supimos poco el uno del otro en estos dos años. Sólo a través de algunos retales en forma de SMS tuvimos acceso a la historia del otro en ese tiempo, y a través de los mismos, el siguiente es el cuadro que emergió.
Por un lado, él ha ido creciendo a nivel profesional, hasta ser uno de los fisioterapeutas deportivos más reconocidos en Gran Bretaña, lo cual le ha volcado aún más en su trabajo. Por otro lado, mi crecimiento profesional se vio totalmente truncado después de un despido disciplinario, ocurrido tan sólo hacía dos meses cuando él me llamó para avisarme de su llegada a Barcelona. En realidad la rotura ya estaba consumada hacía tiempo, y el despido simplemente le dio sanción legal. Por tanto, cuando Steve llegó a Barcelona, estaba yo inmerso en el duelo por tal pérdida, cerrado en mí mismo y rabioso, apeado de ese tren que no sabría definir hacia dónde va, pero del que el sentimiento de estar al lado de la vía y viéndolo pasar de largo escocía. En cambio, veía a Steve no sólo subido en él, sino además en primera clase, cosa que me alegraba por él, pero que al mismo tiempo me entristecía por mí. Sentía que estábamos en dos mundos diferentes, cuando a pesar de las distancias geográficas y culturales, siempre habíamos formado parte del mismo.
En tal situación, y con tal mezcla de emociones, mi actitud durante este viaje de mi amigo acabó siendo también ambigua, sin que yo me diera cuenta. Así, le dejé la iniciativa a él para invitarme a subir y encontrarnos en el vagón bar, o dónde a mi me permitieran estar de ese tren imaginario, pero no por eso menos real, de nuestras vidas. Al menos eso me pareció entonces que yo hacía. Pero luego me di cuenta de que en realidad estuve esperando a que él se apeara en una estación a charlar un rato conmigo, me di cuenta de que espere de él que se bajara y me diera unos golpecitos en la espalda, de que me compadeciera un poco, como he estado esperando que hicieran los que han estado alrededor mío a lo largo de estas semanas de duelo. ¡¡¡Cómo se complican las cosas cuando la actitud que tenemos y la que creemos tener difieren!, ¡Cómo se las complicamos a los que están alrededor nuestro!!!
Fue cuando el tren pasó definitivamente que me di cuenta de esa doblez en mis intenciones. Y el apercibimiento fue cada vez más nítido a medida que se difuminaba en el horizonte, llevándose a mi amigo dentro, sin que se hubiera apeado a compartir mi pena, y sin que yo hubiera emprendido acción alguna para subirme, a pesar de mi gesticulación. Y con esa nitidez, me di cuenta de que, efectivamente, él me había hecho varias señales para que yo me subiera al tren mientras había pasado a mi lado. Cuando su visión fue engullida por el horizonte y el ruido de su traqueteo hubo desaparecido, quedó el silencio. Y con el silencio me invadió la gratitud hacia Steve por no haber descendido de él. Y también en el silencio me sentí como un estúpido, dándome cuenta por fin de la cara de tonto que se me había quedado, y que ya hacía varias semanas que tenía, al esperar que el mundo fuera el que se detuviera por mi y tuviera la amabilidad de comprenderme.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa