Psicología y formación

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Aquello que más perseguimos es lo que nos resulta más esquivo. Cuando estamos a punto de perder a alguien nos aferramos a esa persona, y así aceleramos que se nos escape.

Cuando queremos ayudar es cuando resultamos de menos ayuda. Especialmente si tenemos tantas ganas de ayudar que acabamos forzando la situación. En realidad no somos conscientes de que estamos forzando en esos momentos nada. Es simplemente que estamos convencidos de algo, y ese convencimiento nos hace impetuosos. Ese convencimiento nos aleja de los puntos de vista de los demás, que ni siquiera podemos llegar a considerar: sólo vemos lo nuestro. Y confundimos lo que es mejor para nosotros con lo que es mejor para los demás. Esa es una confusión muy grave, pues es muy difícil de corregir.

Los testigos de Jehova están convencidos de que sólo 100.000 personas se salvarán del infierno. Para entrar en ese cupo hay que hacer una serie de cosas durante nuestra vida. Cuando un testigo de Jehová nos aborda por la calle, lo único que pretende es ayudarnos a ser una de esas 100.000 personas, y da por descontado que ese es también nuestro máximo interés. Por eso son tan vehementes.

En realidad, todos somos un poco testigos de Jehová en nuestras vidas. En el terreno de las relaciones personales es donde esta manera de actuar se muestra con toda su crudeza, casi de manera violenta.

Recientemente me he encontrado un cliente para el que la vida no tiene sentido más allá de la relación de pareja. Tengo que decir que esto no es la primera vez que me sucede. Su pareja lo es todo para él. Y si su pareja decide como lo ha hecho que la relación se ha acabado, entonces a esa persona ya no le queda nada. Nada, excepto luchar. Luchar para que esa relación no acabe. Preguntarse qué es lo que ha hecho mal, o qué es lo que podría hacer mejor, y castigarse primero por ello, y hacerse el firme propósito después de enmendarse, autoengañándose con la idea de que al corregirse él la persona querida no se irá. ¿Cuánto cuesta en esos momentos escuchar y aceptar lo que la otra persona pide? ¿Cuánto cuesta dejar de mirar lo que uno quiere, lo que uno necesita en esos momentos?, ¿Cuánto cuesta dejar de ver que lo que yo creo que es mejor para mí no es necesariamente lo que es mejor para la otra persona? ¿Cuánto cuesta ver que son dos cosas diferentes?

Dejar ir a una persona. Desprenderse. Hubo un tiempo en que la otra persona pidió, y repitió lo que quería. Pero ese tiempo ya pasó, y ahora ha tomado una determinación. Y es importante respetarla. Una de las formas más brutales de agresión sucede cuando alguien cree saber mejor que la otra persona lo que es mejor para ella. Eso es válido para adultos a cargo de niños, y ni siquiera en este caso es siempre así.

Tenemos que aprender a pedir. Es una virtud pedir sin complejos, sin pensar que no nos merecemos lo que pedimos. Y ese aprendizaje corre paralelo a aceptar que nos digan que No a lo que pedimos, a aprender que la otra persona merece que aceptemos su negativa. Poner el foco en lo que la otra persona merece, y desviarlo así de lo que nosotros creemos merecer, nos hace grandes.  Y nos hace responsables de lo único de lo que lo somos en realidad: de nosotros mismos.

Saber pedir y saber aceptar la respuesta. Son las dos caras de una misma moneda. Dos aprendizajes que dependen el uno del otro. Hay muchas maneras de realizar este aprendizaje a medias, o de no realizarlo en absoluto. Algunas pueden ser:

  • Espero que la otra persona se dé cuenta de lo que necesito sin tener que pedirlo. Esto me ahorra a mi tener que hacer la petición. Cuando la otra persona no responde como espero me siento herida. En este caso ni sé pedir ni sé aceptar la respuesta. Y para redondearlo, suele ocurrir que no comparto qué es lo que me ha producido la herida, o hasta el mismo hecho de que se ha producido tal herida. Más tarde, u otro día, saltaré a la yugular del que me la produjo por cualquier estupidez, o peor aún, saltaré a la yugular de alguien que no tiene nada que ver con quien me produjo la herida. Lo cierto en realidad es que esa herida me la produje yo sólo.
  • Pido algo, pero lo pido con tan poco ímpetu que en la pregunta ya estoy sugiriendo la respuesta: “No me lo concedas”. En estos casos, suele ocurrir que en realidad busco el No para aumentar mi munición cuando se presente un conflicto con quien así me responde. Cuando tal conflicto estalle podré decirle: “te pedí x y pasaste de mi” y el convencimiento con que diré estas palabras será mucho mayor que el que mostré al hacer la petición inicialmente.
  • Pido algo, pero aclaro y pongo mucho énfasis en que sólo lo quiero si a la otra persona no le molesta hacer lo que le pido. De hecho, pongo más énfasis en que para la otra persona no sea una molestia que en la petición en sí misma. Y acabamos debatiendo sobre si es una molestia o no es una molestia lo que le pido.
  • Pienso tanto tiempo en si lo pido o no que cuando lo pido ya no es el momento oportuno para pedir. Y aunque en realidad el refrán más vale tarde que nunca es plenamente aplicable aquí, me convenzo a mí mismo de que ya no es el momento de pedir lo que iba a pedir, y no hago la petición.
  • Pienso que si pido ahora un favor más tarde tendré que devolverlo yo. Así, si no pido en primer lugar me ahorraré tener que devolver después. Es un clásico en estos tiempos de hospitabilidad desmesurada no aceptar invitaciones a casas ajenas para no tener después que invitar a la propia. Hay una ley no escrita pero de riguroso cumplimiento que tiene que ver con la equidad entre lo que se da y lo que se recibe. Hay quien se toma esta ley extremadamente al pie de la letra. Un conocido mío me explicó que le regaló a un amigo suyo 50.000 pesetas para su boda. De camino a la misma paró junto a su mujer en una gasolinera para repostar, al lado de la cual había un puesto ambulante de cerámica donde se exhibían unos tiestos en forma de zapatilla que le hicieron mucha gracia. De repente, enfrente de todas esas zapatillas de cerámica pensó que le llevaría una a su amigo. Cuando quien me explicó esta historia se casó e invitó a su amigo, en el sobre de su regalo había 51.000 pesetas.

La cosa se complica más, como siempre que hay personas por medio, cuando pido bien algo, pero es la otra persona la que no sabe responder. Cuando me da evasivas, “Ya te diré algo” o no responde nada en absoluto. Entonces un nuevo panorama se abre ante nosotros. Creo que saber preguntar implica en estos casos insistir en que nos den la respuesta.  Seguramente hay una fina línea entre el insistir y el ser pesado, y el saber establecer dónde está esa línea es una habilidad importante que también se aprende. Porque saber preguntar implica saber insistir en caso de que no nos respondan, pues puede haber mil motivos detrás del silencio, pero no el ser pesado o agobiante para que lo hagan.

Creo de verdad que si aprendemos a pedir primero y a aceptar la respuesta que nos den después, nuestra vida y nuestras relaciones serán más ricas y satisfactorias.

En estos tiempos de deseos y peticiones para el año nuevo, pido para mí el aprender a pedir.