Se utiliza mucho la expresión país fallido para referirse a ese en el que las estructuras del estado están ausentes o totalmente corrompidas. Cuando el estado no es capaz de garantizar los servicios básicos como la sanidad, la educación o infraestructuras; cuando no existe seguridad, porque la policía está corrompida y no garantiza la integridad de sus ciudadanos, quedando estos a merced de cualquier tipo de abuso o atropello, no pocas veces a manos de la propia policía, entonces, cualquier posibilidad de prosperar por medios decentes se ve reducida de manera exponencial. La gran mayoría de sus habitantes se ven abocados a la miseria y a la infelicidad por el único motivo de haber tenido la desgracia de haber nacido en aquel lugar. Ejemplos de países fallidos en la actualidad son Yemen, Somalia o Siria.
Creo que podríamos trasladar el símil a un ámbito más reducido y hablar también de la familia fallida. Una familia fallida sería esa que no es capaz de suministrar a sus integrantes los elementos básicos para su crecimiento y bienestar. Cuando se trata de los hijos, varios estudios han llegado a la conclusión de que su educación precisa básicamente una inversión en dinero y tiempo de calidad. De ese modo crecerán sanos y fuertes, tanto física como mentalmente. Y esto no le ocurrirá solo a los niños, sino que los padres y abuelos verán fortalecida su salud física y mental también como resultado de pertenecer a una familia saludable, que sería lo contario a una familia fallida.
Pero cuando los diferentes miembros de la familia no son capaces de suministrarse lo que favorece la salud, entonces están en una situación de extremo riesgo y vulnerabilidad. Es posible que entonces incurran en pautas dañinas para con los demás miembros de la familia, consumo de drogas o juego, dejación de obligaciones o negligencia, ausencia, maltrato. Y en esas circunstancias la intervención de un tercero exterior, léase Servicios Sociales, con la misión de remediar la situación, será poco menos que irremediable. En esto se parecen las familias fallidas, normalmente denominadas desestructuradas, a los estados fallidos, pues en estos también suelen intervenir potencias extranjeras u organismos internacionales con la aparentemente buena intención de ayudar. En el caso de los estados fallidos, suele ocurrir que la intervención exterior no solo no mejora el problema, si no que lo suele agravar. Y ello aunque su intención sea filantrópica y no la de rapiñar, como ocurre en muchas ocasiones.
Yo creo que el fracaso en proporcionar ayuda efectiva radica en que es difícil que en un asunto interno la ayuda externa sea útil. No digo que sea imposible, pero sí complicado. Desgraciadamente, en muchas familias, carne de cañón de los servicios sociales, abogados, psicólogos y demás profesionales de la ayuda, ocurre lo mismo que con la intervención exterior en los países fallidos, haciendo no únicamente irrelevante su actuación, sino perjudicial.
Y repito que el origen de este despropósito no está necesariamente en la calidad de la intervención exterior. Para mi el problema es que la soberanía o autonomía, sea de un estado o una familia, es parte de su misma esencia. Cuando esta se ve comprometida, su núcleo está herido de muerte. Cualquier intervención de un tercero, en esas circunstancias, acabará con probabilidad con el cadáver del ayudado entre las manos del que ayuda, pues ya estaba agonizante. O alternativamente, con su dependencia, que para el caso viene a ser prácticamente lo mismo, pues cuando se deja de ser soberano o autónomo, podríamos afirmar sin mucho temor a equivocarnos que realmente se deja de ser.
Me gusta más el adjetivo fallida que desestructurada para denominar a estas familias. La organización que adoptan las personas que deciden ligar sus vidas para la satisfacción de sus necesidades básicas se ha expandido tanto, que me pregunto quién es capaz de trazar la línea entre familias desestructuradas y las que no lo son. Por otro lado, la palabra fallida me parece muy gráfica de la tragedia que supone, tanto ser miembro de un estado como de una familia tal.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa