Estando recientemente en un restaurante en el que apenas había cinco mesas ocupadas debido a las restricciones por la pandemia, fui testigo de una escena que me impactó. Delante nuestro había una pareja de entre 50 y 60 años. A 5 metros se encontraba un señor, de aproximadamente la misma edad, comiendo con sus padres. Yo estaba enfrascado en una conversación con la amiga con la que había ido a comer cuando, de repente, un fuerte ruido y las personas levantadas de las otras dos mesas a nuestras espaldas nos llamó la atención. Entonces miré hacia adelante y pude ver como el señor que estaba en pareja tenía fuertemente abrazado por detrás al que había ido a comer con sus padres, y con los dos puños en su pecho le aplicaba una fuerte presión, que llevaba al primero a elevarse por encima del suelo. Tardé varias décimas de segundo en entender que el señor que había ido a comer con sus padres se estaba ahogando, fruto del atragantamiento con algún bocado de la comida, y que el otro le estaba practicando la maniobra de Heimlich. Durante unos instantes la situación fue angustiante, la cara del primero estaba hinchada y roja, y la mueca era de colapso. Un espasmo sacudía con regularidad cuello y tronco, en la lucha por recuperar la respiración interrumpida. Pese a ello, el segundo no cejó en su empeño, y con una determinación absoluta siguió practicando esta maniobra de primeros auxilios con gran diligencia y energía. Fruto de ello la cara del primero empezó a mostrar signos de alivio y los espasmos cesaron a la vez que la respiración volvía a fluir hacia sus pulmones. Entonces se separaron y tras asegurarse de que el atragantado se había recuperado del susto, ambos retomaron sus asientos, con sus respectivos acompañantes. Lo mismo hicimos los demás, que nos habíamos levantado en un gesto casi automático como para indicar nuestra implicación en el asunto. Los únicos que no se habían puesto de pie en todo el restaurante eran los acompañantes de los dos protagonistas, quizás superados precisamente por la cercanía hacia los mismos. Posteriormente todos seguimos comiendo como si nada.
Lo que más me llamó la atención es que aproximadamente media hora después, el salvador y su pareja abandonaron el restaurante, y con una inclinación de cabeza y una sonrisa aquel se despidió del salvado, que a varios metros de distancia, seguía en la mesa con sus padres. Puesto que esta mesa quedaba fuera de mi ángulo visual, no pude ver la reacción de este ni su forma de despedirse. En cualquier caso, esta despedida fue sin un protocolario apretón de manos, sin ni siquiera contacto o proximidad física alguna. Los tiempos de pandemia restringen el contacto con desconocidos, aunque estos te acaben de salvar la vida.
Y si la escena del atragantamiento había sido impactante para mí, pues nunca antes había visto algo similar tan de cerca, he de decir que la forma en como se produjo el adiós entre los dos hombres lo fue más. Este fue el tema de conversación con mi amiga durante el resto de nuestra comida juntos, y aún hoy, varios días después del incidente, sigo dándole vueltas. Y me pregunto ¿Cuál habría sido el modo adecuado de despedirse? ¿Un abrazo? ¿Debiera el salvado haberle pagado la comida a su salvador y pareja? ¿Debiera haberle pedido el teléfono y hacerle padrino de alguno de sus futuros nietos, en caso de que estos fueran a llegar algún día? Poco reconocimiento me parece esto hacia el que te salva de una muerte segura, a juzgar por lo apurado que había estado el hombre. Y sin embargo, nada de esto ocurrió. O por el contrario, ¿puede un simple y sincero gracias, dirigido desde el fondo del corazón, y transmitido con una mirada profunda, ser un agradecimiento suficiente? Si esto fue lo que ocurrió, jamás lo sabré.
Jose Fernández, psicòleg a Igualada i Manresa